Traicionando a quien más se lo merece

miércoles, 24 de octubre de 2007

Perdón por la tristeza

No sé por qué, pero muchas, demasiadas veces imagino la vida como una guerra, como una trinchera en la que te guareces mientras saltas de colina en colina, de objetivo en objetivo, de puente en puente. Una guerra que nunca acaba y que todos pierden, en la que peleas porque no puedes hacer otra cosa más; nadie te preguntó si querías vela en este entierro.

Lo más que puedes hacer es buscar un refugio desenfilado, léase trinchera, roca, parapeto o tanque, aguantar el tirón y decidir si tomas esotra colina en la ribera o te quedas, en tu cálida trinchera, a verlas venir. Eso es todo lo que podemos hacer en la vida; elegir si nos paramos o decidimos seguir adelante, y aún a veces ni eso.

Yo estoy por ahí, intentando tomar aquella playa, aquella colina, aquel nido de ametralladoras. Buscando una trinchera más cálida, amplia, acogedora y con vistas al bosque y a la montaña. Voy dando saltos y tomando posiciones, a ver si llego al fin. Bonito eufemismo.

Sé de buena tinta que nadie está contento con lo que tiene, y que cuando llegue a esa trinchera soñada soñaré otra y seguiré, o alguien a quien no se la puedo negar necesitará ayuda y acudiremos a socorrerlo, supongo que cagándonos en la madre que nos parió entre dientes, en nuestra amiga mala suerte.

Ahora estoy dirigiéndome, desde hace una par de años, hacia mi nuevo objetivo. Desde que fui consciente que la trinchera donde estaba caería, tarde o temprano, en la más absoluta miseria. Hubo otros que vendieron a compañeros y amigos hace tiempo y se lanzaron a campo abierto y llegaron a buen puerto, llegaron a buen precio. Yo me quedé rezagado, tratando de mantener mi conciencia limpia.

Ahora me acerco al objetivo. Aún lejano e imponente, pero más cerca y menos imponente que la primera vez que lo vislumbré con mis prismáticos. Ahora empiezan a notarse los frutos, pero la ofensiva arrecia.

Es uno de esos momentos en que, tras un tronco, de repente los malos comienzan a salir de todos los lados y tú disparas y disparas y nunca se acaban y te olvidas de los que cayeron porque no hay tiempo, porque siguen y siguen y todo está mal muerto y no haces más que cargar y disparar y no se ve el fin y no se acaba nunca.

Es un buen momento para desfallecer, para rendirse. Para volver a la anterior trinchera donde podríamos aguantar toda la vida. Aunque eso pensé hace años, y caí con todo el equipo.

Tengo un par de normas para sobrevivir en casos como este. Normas aprendidas en sitios muy curiosos: acequias, campos, soledades, masías... Que hay un fin, que ese fin existe y, sólo por eso, se puede alcanzar. Y que hay que seguir disparando, siempre disparando y luchando. Coger a un enemigo y abatirlo y luego a otro y a otro y no dejar uno vivo antes de empezar con el otro y disparar y disparar. No se puede hacer otra cosa sino pelear sabiendo que tras la montaña de enemigos, por inmensa que ésta sea, está en fin.

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